Nuevos centros y periferias
El sociólogo británico Anthony Giddens relata la experiencia
de una amiga suya que estudia la vida rural en África. Hace algunos años ella
estaba de visita en una aldea remota en donde haría su trabajo de campo. Una
familia del lugar la invitó a una velada en donde la investigadora esperaba
encontrarse con algunos entretenimientos locales. Pero para su sorpresa, la
sesión era para ver en video la película Instintos básicos que en ese momento
aún no se había estrenado en Londres. Los habitantes de aquel caserío africano
verían la cinta de Sharon Stone y Michael Douglas antes que los espectadores de
las salas británicas.
Con ese ejemplo Giddens describe la globalización contemporánea (Giddens, 2000: 19). Hasta hace poco las fronteras entre la dimensión local y la dimensión planetaria y entre la periferia y el centro estaban bien definidas. Ahora, de manera creciente, la expansión internacional de las industrias mediáticas ha vuelto realidad el sueño, que para algunos en más de un sentido también es desvarío, que delineaba Marshall McLuhan hace 35 años. Los productos de las industrias culturales más extendidas pueden ser consumidos en prácticamente cualquier rincón del planeta. Pero los flujos de la comunicación siguen siendo unilaterales.
Cada vez tenemos acceso a más información pero el apabullante caudal de datos que recibimos todo el tiempo no necesariamente nos permite entender mejor lo que ocurre en nuestro entorno inmediato y en el planeta ni comprendernos mejor a nosotros mismos. Sin lugar a dudas es un lujo y es parte de nuestro acceso a la civilización contemporánea traer a Sharon Stone (aunque sea en video, ni modo) hasta la sala de nuestra casa. Pero así como podemos tener la fortuna de elegir esa cinta, los establecimientos de video en nuestros países están repletos de chatarra que consumimos con cierta sensación de aturdimiento y difuminación de nuestras capacidades críticas.
Las grandes empresas mediáticas de origen y capital fundamentalmente estadounidense no toda la culpa de la mala calidad de los productos culturales que hoy circulan por el mundo. Pero tampoco son precisamente inocentes en la conformación de ese mercado. Los recursos más poderosos de la industria de los medios suelen ponerse en juego para mostrarnos como novedad eminente de cuyo consumo no podemos prescindir, a infinidad de productos de escasa o nula calidad independientemente de cuál sea el parámetro con el que se les mida. Una de las consecuencias apreciables de la globalización, como le consta a la amiga de Mr. Giddens, es la capacidad de esas industrias mediáticas para uniformar, al menos en algunos casos, los gustos culturales de sociedades muy diversas. En todo el mundo vemos las mismas películas y en ocasiones también los mismos programas de televisión. Pero las naciones con tradiciones e instituciones culturales de mayor densidad cuentan con experiencia, contexto y voluntad para equilibrar con productos propios los bienes mediáticos trasnacionales.
En Ecuador las películas estadounidenses constituyeron el 99.5% de todos los filme importados en 1991. En Venezuela la cintas producidas en los Estados Unidos pasaron del 40% al 80% entre 1975 y 1993 respecto de todas las que se importaron en ese país.
En Bolivia aumentaron del 44.4% al 77% entre 1979 y 1995. En México del 40% al 59% entre 1970 y 1995. En Costa Rica del 60% al 96% entre 1985 y 1995 (UNESCO,1999). En Francia, según la misma fuente, el cine estadounidense ocupó el 57% de la cinematografía extranjera importada en 1995; en Alemania el 68% ese mismo año. Las películas de ese origen fueron el 76% en 1993 en Grecia; el 55% en España en 1995; el 60% en Suiza en 1992. Estas cifras no nos dicen nada nuevo pero confirman no sólo la preponderancia de los productos mediáticos estadounidenses sino, junto con ello, la
capacidad de las naciones de mayor desarrollo económico y cultural para diversificar el origen de los bienes mediáticos que consumen.
Con ese ejemplo Giddens describe la globalización contemporánea (Giddens, 2000: 19). Hasta hace poco las fronteras entre la dimensión local y la dimensión planetaria y entre la periferia y el centro estaban bien definidas. Ahora, de manera creciente, la expansión internacional de las industrias mediáticas ha vuelto realidad el sueño, que para algunos en más de un sentido también es desvarío, que delineaba Marshall McLuhan hace 35 años. Los productos de las industrias culturales más extendidas pueden ser consumidos en prácticamente cualquier rincón del planeta. Pero los flujos de la comunicación siguen siendo unilaterales.
Cada vez tenemos acceso a más información pero el apabullante caudal de datos que recibimos todo el tiempo no necesariamente nos permite entender mejor lo que ocurre en nuestro entorno inmediato y en el planeta ni comprendernos mejor a nosotros mismos. Sin lugar a dudas es un lujo y es parte de nuestro acceso a la civilización contemporánea traer a Sharon Stone (aunque sea en video, ni modo) hasta la sala de nuestra casa. Pero así como podemos tener la fortuna de elegir esa cinta, los establecimientos de video en nuestros países están repletos de chatarra que consumimos con cierta sensación de aturdimiento y difuminación de nuestras capacidades críticas.
Las grandes empresas mediáticas de origen y capital fundamentalmente estadounidense no toda la culpa de la mala calidad de los productos culturales que hoy circulan por el mundo. Pero tampoco son precisamente inocentes en la conformación de ese mercado. Los recursos más poderosos de la industria de los medios suelen ponerse en juego para mostrarnos como novedad eminente de cuyo consumo no podemos prescindir, a infinidad de productos de escasa o nula calidad independientemente de cuál sea el parámetro con el que se les mida. Una de las consecuencias apreciables de la globalización, como le consta a la amiga de Mr. Giddens, es la capacidad de esas industrias mediáticas para uniformar, al menos en algunos casos, los gustos culturales de sociedades muy diversas. En todo el mundo vemos las mismas películas y en ocasiones también los mismos programas de televisión. Pero las naciones con tradiciones e instituciones culturales de mayor densidad cuentan con experiencia, contexto y voluntad para equilibrar con productos propios los bienes mediáticos trasnacionales.
En Ecuador las películas estadounidenses constituyeron el 99.5% de todos los filme importados en 1991. En Venezuela la cintas producidas en los Estados Unidos pasaron del 40% al 80% entre 1975 y 1993 respecto de todas las que se importaron en ese país.
En Bolivia aumentaron del 44.4% al 77% entre 1979 y 1995. En México del 40% al 59% entre 1970 y 1995. En Costa Rica del 60% al 96% entre 1985 y 1995 (UNESCO,1999). En Francia, según la misma fuente, el cine estadounidense ocupó el 57% de la cinematografía extranjera importada en 1995; en Alemania el 68% ese mismo año. Las películas de ese origen fueron el 76% en 1993 en Grecia; el 55% en España en 1995; el 60% en Suiza en 1992. Estas cifras no nos dicen nada nuevo pero confirman no sólo la preponderancia de los productos mediáticos estadounidenses sino, junto con ello, la
capacidad de las naciones de mayor desarrollo económico y cultural para diversificar el origen de los bienes mediáticos que consumen.
No existen estudios capaces de pormenorizar qué sociedades en
cada país, o qué sociedad planetaria si es que la hay, se están creando al
compartir la contemplación de las mismas series de televisión y la misma
cinematografía. Pero el sentido común y la constatación de idiosincrasias que se
mantienen nos permiten reconocer que a pesar de mirar y sufrir los mismos
mensajes, nuestras sociedades siguen estando definidas por sus peculiaridades
nacionales y culturales.
La televisión se ha mundializado pero no por ello tenemos
aldea global. Para el sociólogo chileno José Joaquín Brunner: "Puede decirse que
la globalización está transformando contínuamente las relaciones entre el centro
y la periferia, así como las propias percepciones de sí mismo y los otros dentro
de ambos mundos. En eso consiste, justamente, la posmodernidad; en una cultura
no canónica, hecha de combinaciones inverosímiles" (Brunner, 1999: 161). No
discutimos aquí la idea de posmodernidad que algunos, a diferencia de Brunner,
pretenden establecer como un nuevo paradigma de desparpajo individual y de
opiniones transideológicas, pero sí queremos insistir en el carácter abierto a
numerosas combinaciones, interpretaciones y apropiaciones que alcanza la cultura
contemporánea ‐seguramente la zona de fronteras más movedizas y de
retroalimentaciones más abundantes entre los centros y las periferias‐.
Los jóvenes de Singapur, Bilbao, San Salvador o Los Ángeles,
compartirán comportamientos parecidos al mirar un mismo video en MTV pero la
manera de apreciarlo e interiorizarse en él estará condicionada por su entorno
cultural, social y nacional. Y también es desigual la oportunidad para más allá
de la contemplación, ser ellos mismos actores de los medios. La posibilidad de
un grupo musical integrado por jóvenes de Los Ángeles para aparecer en esa
televisora es mucho mayor que la de un grupo de muchachos de Vietnam. Pero
tecnologías como el video y ahora desde luego
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